Exigirme ser menos autoexigente
- Alexander García Hernández
- hace 4 días
- 2 Min. de lectura

“Tengo que dejar de exigirme tanto”. “Debería aprender a relajarme más”. “No me permito fallar… y eso también está mal”.
Estas frases son más comunes de lo que parecen en consulta. La paradoja es evidente: nos exigimos dejar de ser autoexigentes, y en el intento, reforzamos el mismo patrón que pretendíamos suavizar.
La trampa de la autoexigencia ‘sana’
Muchas personas llegan a terapia con una conciencia clara de su nivel de exigencia. Han leído, han reflexionado, saben que no pueden controlarlo todo ni hacerlo todo perfecto… pero aún así, viven atrapadas en un diálogo interno que suena como un entrenador severo que nunca queda satisfecho.
El problema no es solo el nivel de exigencia, sino la rigidez con la que se sostiene. Incluso cuando uno trata de “mejorar” dejando de exigirse tanto, lo hace desde una lógica de “debería hacerlo mejor”, perpetuando la misma estructura mental.
La autoexigencia no siempre grita: a veces susurra con tono amable, pero deja la misma sensación de insuficiencia.
¿Qué hay debajo de la exigencia?
Desde una mirada integradora, suelo explorar con mis pacientes qué emociones subyacen a esa necesidad de hacerlo bien siempre. A menudo aparecen el miedo (a fallar, a decepcionar, a ser visto como vulnerable), la culpa (por descansar, por no rendir al máximo) o una sensación de identidad atada al logro constante.
La exigencia, en el fondo, no es el problema en sí, sino una estrategia aprendida para sentirse a salvo, válido o querido. Y como toda estrategia aprendida, puede revisarse, pero no desde la imposición de eliminarla, sino desde la curiosidad por entenderla.
El cambio no empieza exigiéndolo
Aquí viene lo verdaderamente complejo: no podemos salir de la autoexigencia exigiéndonos cambiar. Ese camino solo lleva a frustración y recaídas. El primer paso, por el contrario, es cultivar una actitud de observación sin juicio. Reconocer cuándo aparece esa voz exigente y qué función tiene en ese momento.
Algunas preguntas que suelo proponer en consulta:
¿Qué esperas conseguir exigiéndote tanto en esta situación?
¿Qué crees que ocurriría si bajaras el ritmo un poco?
¿Qué parte de ti tiene miedo de no dar la talla? ¿Cómo puedes tratarla con más compasión?
Sustituir el látigo por el cuidado
No se trata de abandonar la responsabilidad, ni de caer en la complacencia. Se trata de introducir más flexibilidad. A veces el cambio no empieza por hacer menos, sino por hablarse de otra forma mientras se hace.
En lugar de decirte “tienes que ser menos exigente”, puedes empezar por frases como:
“Puedo reconocer que lo estoy intentando, aunque no todo salga perfecto”.
“Mi valor no depende de todo lo que hago bien”.
“Hoy no necesito exigirme más, sino darme un poco de espacio”.
Cerrar el círculo sin cerrarte a ti
Si te has sentido identificado con este tema, quizá te ayude recordar que la autoexigencia es solo una parte de ti, no tu identidad completa. Puedes reconocer su origen, agradecer lo que te ha aportado (estructura, motivación, logros), y poco a poco, empezar a construir una forma más amable de estar contigo mismo.
No necesitas exigirte ser menos exigente. Puedes empezar por relacionarte distinto con esa voz interior, sin necesidad de silenciarla, pero sí cuestionando si todo lo que dice es justo y necesario.
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